Por: Karin Caballero
Panamá atraviesa una tormenta social. Protestas, huelgas, bloqueos y enfrentamientos en las calles muestran el rechazo de gremios y sindicatos a la nueva reforma de la Caja del Seguro Social (CSS), aprobada en marzo de este año por los diputados de la Asamblea Nacional, con 48 votos a favor, 23 en contra y ninguna abstención.
Esta ley fue sancionada tras meses de intensos debates, con el argumento de subsanar la grave crisis financiera que enfrenta la institución desde hace años. El gobierno, analistas y quienes la aprobaron afirman que era necesaria para evitar el colapso del sistema de pensiones. Mientras tanto, actualmente, los opositores piden su derogación total e inmediata. Pero ¿quién tiene razón? ¿Y qué opciones reales existen para salvar el sistema?

El presidente de la República, José Raúl Mulino, ha sido claro en sus conferencias de todos los jueves: no derogará la Ley. Aclara que no se aumentó la edad de jubilación (y es cierto: el artículo 168 la mantiene en 57 años para mujeres y 62 para hombres) y que no habrá privatización de los fondos. Además, el artículo 145 establece que se realizará un análisis actuarial dentro de seis años para evaluar si se requieren nuevos ajustes. Pero ¿se debe esperar seis años con una población que envejece y un sistema al límite? Según los expertos, no es prudente. Indican que debería evaluarse cada dos años como hacen los países con sistemas estables.
En otro artículo, el 169 se establece que el cálculo de la pensión del componente solidario se basa en el promedio de los mejores 10 años cotizados, pero con un tope de B/.500 mensuales. Es decir, aunque un trabajador gane B/.800 o B/.1,200, solo se le reconocen hasta B/.500 para ese cálculo. Es como llenar una alcancía con el salario real, pero al final el sistema solo cuenta hasta B/.500. Así, alguien que gana B/.1,200 y cotiza durante 35 años podría terminar recibiendo casi lo mismo que otro que siempre ganó B/.500. Esto frustra a quienes más aportan y les quita incentivo a seguir contribuyendo.
La ley también garantiza una “tasa de reemplazo mínima del 60%”, pero esa cifra aplica únicamente sobre los B/.500 del componente solidario, lo que equivale a B/.300 mensuales. No es el 60% del salario total del trabajador. Sin embargo, como el sistema es mixto, otra parte del aporte va a una cuenta personal individual, donde sí se acumula según el salario real. Esa cuenta puede mejorar la pensión total, pero su monto final dependerá de cuánto y por cuánto tiempo se haya aportado.
Este sistema mixto —introducido en 2008 mediante reformas a la Ley 51 de 2005— divide los aportes de cada trabajador en dos partes: una va al fondo común (solidario), que sirve para pagar las pensiones de los jubilados actuales y la otra se deposita en una cuenta individual (cuenta personal), que cada uno irá acumulando para su propia jubilación. Desde ese año, quienes tenían menos de 35 años ingresaron automáticamente al sistema mixto, mientras los mayores permanecieron en el sistema solidario tradicional. Hoy, hay menos jóvenes cotizando, lo que deja al sistema viejo con menos aportantes y más presión financiera.
Un sistema tensionado: pocos aportan, muchos dependen
Una familia donde hay 10 personas, pero solo 2 trabajan y aportan al sistema. ¿Cómo se deben sostienen los otros 8? Este es otro de los dilemas, porque el sistema depende de que más gente aporte que la que cobra, pero ya no se cumple esa lógica.
Además, la ley contempla la creación de una pensión básica universal no contributiva para quienes no logren cotizar al sistema. Esto significa que, aunque una persona no haya trabajado formalmente ni aportado a la CSS, podría recibir una ayuda mensual del Estado al llegar a la vejez. Suena solidario, pero en la práctica, esta pensión ronda apenas el 30% del salario base, es decir, menos de B/.200.
Esto no es suficiente para vivir dignamente y algunos expertos advierten que mantener estas pensiones sin una base sólida de aportes podría convertirse en una carga insostenible para el país. Aunque busca proteger a los más vulnerables, también plantea la pregunta: ¿cómo garantizar equidad entre quienes nunca aportaron y quienes lo hicieron por décadas?
Como dicen los dirigentes en las calles: “vamos a terminar con pensiones de hambre, de miseria”. Porque, aunque la idea suene noble, en la práctica termina siendo más costoso procesar y pagar esas pensiones mínimas que lo que realmente aportan a la calidad de vida de quienes las reciben.
Y hay algo más: no es lo mismo que un trabajador gane B/.1,000 sentado frente a un escritorio, que ganarlos en una obra de construcción, bajo el sol, con riesgos físicos y desgaste. El sistema panameño no distingue estas realidades. En otros países han creado escalas más humanas y flexibles. Aquí, todos están metidos en la misma bolsa, sin importar el esfuerzo o desgaste físico.
Esto también ha motivado el debate sobre si fuese preferible impulsar fondos privados de pensión, con todos los riesgos que eso conlleva: volatilidad de los mercados, falta de protección, poca educación financiera. Pero ante la desconfianza en el sistema público, es una opción que muchos consideran inevitable.
Un sistema con fugas, privilegios y evasores
A esto se suma que los empleadores verán un aumento progresivo en los aportes a la CSS: el primero ya ejecutado del 13.25% hasta 2027, luego 14.25% hasta 2029 y 15.25% en adelante. Los trabajadores asalariados siguen aportando el 9.75% y los trabajadores independientes, aunque están obligados legalmente a aportar el 9.36%, en la práctica no hay un sistema que lo supervise o exija. Es una obligación de papel, pero no de hecho.
El Estado, por su parte, se compromete a aportar B/.966 millones anuales, ajustables, además de subsidios complementarios. Según la propuesta legislativa, este compromiso busca cubrir el déficit que actualmente arrastra el programa de Invalidez, Vejez y Muerte, estimado en B/.673 millones.

Otro de los males más arraigados e históricos en la CSS es la existencia de pensiones privilegiadas, concedidas a personas con cargos políticos o administrativos que cotizaron pocos años, pero reciben pensiones muy superiores al promedio. Mientras un trabajador promedio se jubila con menos de B/.1,000, otros han recibido hasta B/.5,000 mensuales sin tener los mismos años cotizados. La nueva ley no aborda directamente la eliminación de esos privilegios y ese silencio genera frustración.
Además, muchos empleadores evaden las cuotas. Y el sistema ha arrastrado casos de corrupción, mala administración, demoras médicas extremas y negligencias. Como dijo el propio presidente Mulino:
“No puedo volver a una CSS que demoraba más de seis meses para una cirugía cardiovascular.”
Pero el pueblo también pregunta: ¿Quién permitió que llegara a ese punto? ¿Por qué los sindicatos, que han estado en la Junta Directiva por décadas, no exigieron cambios antes?
Del caos a la sostenibilidad: lo que Panamá puede aprender y aplicar
Países como Noruega gestionan el fondo soberano más grande del mundo con B/.1.8 billones. En 2024 obtuvo un rendimiento del 13% (B/.222 mil millones) e invierten globalmente los ingresos del petróleo para garantizar pensiones futuras.
También en Suecia existe el sistema mixto con cotización del 22.3% y ajuste automático. Si el fondo baja, también las pensiones, evitando quiebras sin intervención política.
En Alemania, por su parte, tiene una de las tasas de cotización más alta del 18.6% y subirá al 20%. La pensión representa al menos el 48% del salario promedio, pero cuentan con un sistema transparente y controlado por entes técnicos.
En América, uno de los casos más sólidos es el del Plan de Pensiones de Canadá (CPP), que administra sus fondos de manera totalmente independiente del gobierno. En 2022, este sistema recibió aproximadamente B/.50.39 mil millones en contribuciones y pagó cerca de B/.41.26 mil millones en beneficios mensuales a más de 6 millones de personas. Esta operación está a cargo del Canada Pension Plan Investment Board (CPPIB), una entidad técnica y autónoma que invierte a nivel global para garantizar la sostenibilidad del fondo sin interferencias políticas.
En Panamá, aunque la Ley 462 introduce cambios importantes, aún existen vacíos que podrían resolverse mejor:
- Combatir la evasión de pagos de cuota con tecnología, cruzando datos entre CSS, DGI y MITRADEL, y automatizar sanciones.
- Incluir al sector informal, permitiendo cotizaciones desde B/.10 mensuales, con incentivos como salud o créditos.
- Crear un fondo soberano nacional como Noruega, usando ingresos del Canal de Panamá con auditoría independiente, exclusivo para pensiones.
- Eliminar pensiones injustificadas, auditar y aplicar recálculo a pensiones altas sin base cotizada.
- Crear una comisión ciudadana de vigilancia, con un ente técnico y autónomo que revise las inversiones y decisiones.
- Educar desde la escuela, formar a los jóvenes en temas de ahorro, seguridad social y palnes de pensiones privadas que complementen su vejez.
- Evitar el colapso institucional como ocurrió en países como Venezuela o Nicaragua, donde la politización de la seguridad social y la falta de sostenibilidad alejaron la inversión extranjera, desmantelaron el sistema de salud pública y empobrecieron a miles de jubilados.
- Revisar el tope de B/.500 del componente solidario. Este tope fue definido en 2008, cuando el costo de vida era distinto. Desde entonces no ha sido ajustado. Para ello se podría:
- Ajustarlo cada dos años con la inflación o crisis económica.
- Crear escalas flexibles según tipo de empleo (oficina, campo, riesgo físico).
- Permitir aportes voluntarios adicionales con beneficio proporcional.
- Hacer evaluaciones actuariales más frecuentes, no cada seis años.
- Crear una comisión técnica y ciudadana que revise estas decisiones.
Las leyes no suelen ser perfectas, pero tampoco deben rechazarse por completo si representan un avance. La Ley 462 tiene aspectos técnicos valiosos que buscan evitar el colapso del sistema, proteger a los más vulnerables y asegurar cierta sostenibilidad. Pero también enfrenta cuestionamientos legítimos sobre cómo se implementan esos cambios y a quiénes beneficia o perjudica más. Por eso, más que aprobarla o rechazarla ciegamente, urge analizarla con lupa, entenderla a fondo y seguirla ajustando en función de la realidad del país y de quienes la sostienen: los trabajadores.

Por otro lado, los gremios tienen derecho a manifestarse. Pero si piden una derogación sin una propuesta seria y viable a cambio, no están defendiendo al pueblo: están alimentando el caos. Estamos en un país que en estos momentos necesita soluciones, no solo consignas.
Y es que tampoco se puede caer en la idea de que el Estado debe sostener a los ciudadanos toda la vida sin trabajar ni aportar. Ese modelo no es justo ni sostenible. Por ejemplo, los subsidios tienen su lugar en situaciones de vulnerabilidad en un país, pero no pueden convertirse en una forma de vida. Un sistema solidario solo funciona cuando todos trabajan, todos aportan y todos fiscalizan.
La verdad está en el medio. Más que una derogación o una nueva Ley, hay que buscar un nuevo pacto social: solidario, sostenible, transparente y justo. Un pacto donde el esfuerzo individual y el compromiso colectivo se encuentren en equilibrio. Porque sin confianza, equidad y responsabilidad compartida, ningún sistema aguanta.