Por Mgter Ormel Batista
A veces, el miedo no tiene rostro, ni origen claro.
Es un miedo fantasmal, de esos que se sienten en la piel, que erizan los discursos y paralizan decisiones, aunque nadie pueda señalarlo abiertamente. Así, como un espectro que atraviesa fronteras y gobiernos, el miedo encontró en Donald Trump no a su cazador… sino a su mejor creador.
Trump no necesita fantasmas: él los produce, los proyecta y los explota. Desde su llegada al poder, hace ya más de cien días en su actual mandato, el mundo ha sido testigo de cómo la retórica agresiva, las guerras arancelarias, la demolición de acuerdos internacionales y la desnaturalización de los derechos civiles se han convertido en pilares de su modelo de gobierno. No se trata solo de un estilo brusco; es una maquinaria de intimidación sistemática.
Primero fueron los inmigrantes.
Luego, los jueces.
Y ahora, cualquier institución o país que ose cuestionarlo.
El episodio reciente en Milwaukee, donde una jueza local fue detenida por proteger los derechos de un inmigrante en su propio tribunal, es apenas un ejemplo del alcance del miedo. En la América de Trump, ya no hay espacio neutral: ni las cortes, ni las universidades, ni siquiera las alianzas internacionales. El mensaje es claro: si no estás conmigo, eres un objetivo.
Trump ha firmado 137 decretos en apenas tres meses, más que cualquier presidente anterior en la historia de Estados Unidos. Algunos parecen absurdos, otros francamente peligrosos. La arbitrariedad se ha institucionalizado, mientras su equipo y aliados aparentan normalidad bajo un clima interno de temor.
En materia internacional, ha retirado a EE. UU. de la OMS, ha saboteado el Acuerdo de París, y ha permitido que conflictos como el de Gaza y Ucrania se intensifiquen bajo la justificación de una neutralidad que no engaña a nadie. La arquitectura internacional que tomó 80 años construir se desmorona como un edificio sin cimientos, mientras Washington juega a la ruleta rusa geopolítica.
Panamá también sintió el eco de este efecto.
Cuando el secretario Rubio visitó nuestro país, las negociaciones realizadas a puerta cerrada concluyeron con versiones contradictorias. Lo que José Raúl Mulino afirmó no coincidía con lo que Rubio reportó. ¿Quién mentía? ¿Quién tuvo miedo de decir la verdad?
La respuesta es incómoda, pero evidente: el entorno de Trump prefiere reescribir la realidad antes que enfrentar su furia. Y lo mismo ocurrió con otros acuerdos firmados a la sombra, donde lo que Panamá creyó entender no fue exactamente lo que Washington reportó en sus boletines.
Entonces, ¿quién teme más?
¿Los diplomáticos que caminan de puntillas para evitar la cólera del presidente, o los países que, como Panamá, aún sostienen su orgullo soberano frente a estas presiones de terciopelo?
El miedo fantasmal existe.
Se cuela en los tratados, en las conferencias de prensa, en las decisiones que no se atreven a tomar.
Pero lo que realmente debería aterrarnos es cuando ese miedo se maquilla de diplomacia, cuando la mentira se sirve con cuchillo y tenedor y se le llama “acuerdo”, “amistad”, “cooperación”.
La sociedad estadounidense, como buena parte del mundo, empieza apenas a salir del estupor. Universidades, jueces, empresas y ciudadanos comunes están levantando la voz.
Queda por ver si este fantasma podrá ser finalmente exorcizado…
O si, como en toda buena historia de miedo, lo ignoraremos hasta que sea demasiado tarde.